PRÓLOGO

LITERATURA FANTÁSTICA Y POSMODERNISMO 


El fin de los tiempos
incluye cinco trabajos ya traducidos a otros idiomas, en los que la ciencia ficción y lo fantástico se resuelven en una reestructuración original. No dejan de pertenecer a esos géneros, pero el resultado los pone a cubierto de la estricta modalidad de la época.

La ciencia ficción participa de dos conceptos básicos: la apertura del futuro y el cambio. Sobre esas dos dimensiones el hacer creador reelabora los elementos literarios de una estructura de abierto compromiso con el hombre. No da testimonio de un mundo en decadencia. Eleva el estatismo a una función cinética v revolucionaria. Instaura, por lo tanto, la acción trans­formadora que prepara las imágenes del futuro.

La ciencia ficción argentina existe desde que Eduardo L. Holmberg publicara, en 1875, El viaje maravilloso del señor Nic-Nac, primera novela de esta especie, concebida como un relato fantástico sobre la transmigración de las almas al planeta Marte. El mismo Holmberg, en 1879, lanzará Horacio Kalibang o los autómatas, un relato en el que ya existe el hombre mecánico, mucho antes de que Karel Capek acuñara la palabra robot en R. U. R. (1921).

Después, en 1940, vendrá La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Luego, en 1953, la revista Más Allá, publicada en Buenos Aires, que fue la primera del género en los países de habla castellana, incluida España. Y, por fin, la culminación de la ciencia ficción argentina en los años ‘60.

S
ucede, sin embargo, que los bracmanes de la literatura, aquellos que aún no han aceptado la revolución copernicana, como decía Arthur C. Clarke en su discurso de 1962 sobre la Defensa o ilustración de la ciencia ficción, siguen negando que pueda existir realmente una ciencia ficción argentina. Admiten la literatura fantástica, pero excluyen esta otra cuando en reali­dad son dos caras de la misma moneda.

Integran esta antología los siguientes trabajos: un fragmento de La invención de Morel (Losada, 1940; Sur, 1948; Emecé, 1953); de Adolfo Bioy Casares, Triste Le Ville, de Abelardo Castillo, que integró Las panteras y el templo (Sudamericana, 1976); Boroboboo, de Marco Denevi, aparecido primeramente en Falsificaciones (Eudeba, 1966; y, actualmente, Corregidor); El amor entra por los ojos, de Antonio Di Benedetto, publicado por Clarín (18/VII/1985) y El Libro de Enoc, de Juan-Jacobo Bajarlía, también en Clarín (27/XII/1984). De este último agregamos un cuento inédito: El Inquisidor. 

II Literaturas intertextuales 

La literatura estrictamente fantástica y la de ciencia ficción son literaturas intertextuales si, previamente, entendemos por texto una estructura de signos, sobre la cual superponemos otra estructura para modificar el sentido o la significación de la primera. En el caso de la literatura fantástica superponemos lo extranatural a lo natural, la ilogicidad emocionalmente válida, ya definida como expresión estética, a la realidad.

Con la ciencia ficción, imaginación razonada en último extremo, acontece el mismo proceso: la fantasía o lo fantástico, aquello que también se llamó lo sobrenatural, se superponen a la realidad científica, modificándola o distorsionándola en función de una escritura de creación. O con otras palabras: en función de lo estético.

Cuando William Golding admite que el mundo es modificable aunque regresemos a él, está superponiendo una estructura conocida por una distinta que al modificarla no hace otra cosa que usar un texto para obtener una nueva variante.

A veces se da el proceso inverso, cuando la realidad, por ejemplo, se superpone a lo fantástico. Es el caso de Milton en El Paraíso Perdido, en uno de cuyos versos Adán le dirá a Eva:

;Oh, imagen perfecta de mi mismo y mi más
anhelada mitad!

 La realidad, hábilmente elaborada, interfiere la fantasía de los daimones que son derrotados por un poder que no dista mucho de las acciones del hombre. Esta interpretación totalmente heterodoxa, no modifica las antiguas exégesis sobre el poema. Lo mismo observamos en Dante y la Divina Comedia. La historia, la realidad en sí misma y la erudición, reestructuran, intertextualmente, el mito del viaje al más allá.

Sucede también que lo fantástico y la ciencia ficción se imbrican de tal manera que ya no sabemos dónde se halla la primera escritura y dónde la segunda. Este lo podemos observar en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, en el Borobooo de Marco Denevi y en El amor entra por los ojos de Antonio Di Benedetto. Incluso en Triste Le Ville de Abelardo Castillo, a pesar de que en este cuento el elemento fantástico priva sobre la fantasía que linda con la ciencia ficción. Otro tanto podemos decir de El libro de Enoc y El Inquisidor. Todos ellos son intertextos, reestructuración de interposiciones que sería interesante analizar por separado, lo que por falta de espacio no podemos realizar en los límites de este trabajo.


III Lo fantástico posmoderno

La intertextualidad coma característica del posmodernismo puede asumir, además, distintas dimensiones. Incluye, entre otros procesos, lo paródico o la alusión al concepto. Y algo fundamental: la alotropía de una estructura conocida donde la palabra coma objeto, muy reiterado en los viejos vanguardismos, debe ceder a la intriga, al argumento como espina dorsal de la narración.

El creador posmoderno, expresé en otro momento, crea recreando. Toma las creaciones anteriores para tejer sobre ellas la nueva creación. No plagia. Lo reestructura citándolo a veces. Y de esta manera logra un texto sobre un texto. Este procedimiento lo hallamos en Jorge Luis Borges, incluso hasta en sus cuentos mas densos, como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, en cuyo planeta el lenguaje no tiene sustantivos, pero sí verbos impersonales, cuyos ejemplos extrae el autor del idioma criol ideado por Xul Solar.

El texto sobre el texto, eso que llamamos posmodernismo, pero que no es todo el posmodernismo, lo hallamos en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, intertextuado sobre La Biblioteca de Babel, de Borges, El sabueso de los Baskerville, de Conan Doyle, y otros textos de Rudyard Kipling. Sus prota­gonistas tienen también el mismo nombre u otro similar. Uno de ellos, por ejemplo, el bibliotecario de El nombre de la rosa, causante de las muertes de todos aquellos que en la abadía medieval se atreven a leer el libro “perdido” de Aristóteles, se llama Jorge de Burgos. Está claro que se trata de Jorge Luis Borges, incluida su imagen circular y el libro final y primerísi­mo que reúne la sabiduría total del universo aunque en Eco el libro perdido de Aristóteles equivale a un conocimiento que podría generar la blasfemia por la alegría o la comicidad.             

Con El péndulo de Foucault se repite este proceso de la intertextualidad. Sus personajes reestructuran escrituras ya referidas en otros momentos por infinidad de autores: la odisea de los templarios v el enigma de Saint Germain, especie, por otra parte, de las cíclicas apariciones del Judío Errante, ese Ahashverus que tanto inquietó a las masas en épocas oscuras de la historia. Es la poligénesis literaria, como lo diría el autor de la novela. Textos de otros textos: posmodernismo.

Hay una ruptura que afecta al concepto de texto, como dirá Philippe Sollers en La escritura y la experiencia de los límites (Valencia, Pre-Textos, 1978), ya que “no hay texto ‘verdadero’, ‘primero’ o ‘último’, ‘fundamental’”. El proceso se funda —sigue diciendo— en una contradicción "que funda a la vez la materia, el juego, la escena, la transformación dialéctica". Estas significaciones están referidas a lo que Sollers denomina una teoría de conjunto pensada a partir de la práctica de la escritura.

IV La alegoría

Otra gran novela posmodernista es el Frankenstein desencadenado (1973), de Brian W. Aldiss (Frankenstein unbound), realizada sobre el texto de Mary Shelley: Frankenstein, o el Prometeo Moderno. Aquella obra como ésta, es una alegoría, significación que también define la posmodernidad. A este fin es interesante el siguiente párrafo de Aldiss, que surge del narrador protagonista a Mary Shelley:

"La fama de tu novela, cuando la concluyas, se cifrará en parte en su poder alegórico. Esa es compleja, pero parece relacionarse principalmente con la forma en que Frankenstein, como símbolo de la ciencia en general, desea mejorar el mundo, y solo consigue convertirlo en un sitio peor. El hombre inventa, pero no domina lo que inventa. A este respecto, el cuento de tu Prometeo es profético, aunque no en algún sentido personal."

En esta obra los personajes serán Byron, Shelley, la mencionada Mary Shelley, Frankenstein y otros, en cuyos nombres el lector rehará, con imprevisibles variantes, la tragedia de ese monstruo que su creador no pudo dominar, símbolo parcial y alegoría de la máquina que, de alguna manera, devora a su inventor y sus hijos, pese al optimismo con que siempre se ha defendido la significación contraria.

Es tan evidente la intertextualidad que no resisto la tentación de copiar los siguientes párrafos de Aldiss. O para ser más preciso: las palabras que el novelista inglés pone en boca de Mary Shelley para explicar la génesis de su Frankenstein. Están contenidos en el capitulo X, y en él, con poco esfuerzo, advertimos que todo ya estaba dicho cuando la autora emprendió la novela del monstruo.

Transcribo:

"He aquí lo que Mary me dijo cuando le pregunté cómo había llegado a escribir la novela:

“—Empezó como un cuento de terror, en el estilo de Mrs. Radcliffe. Una noche en Diodati, Polly, el doctor Polidori, a quien viste anoche en uno de sus peores momentos, nos trajo una colección de cuentos de aparecidos y nos leyó en voz alta los pasajes más espeluznantes. No hace falta mucho para interesar a Shelley en esos temas, ni a Albé, quien gusta sobre todo de las historias de vampiros. Yo me limito a escucharlos cuando hablan. No sé a ciencia cierta si Albé gusta de mí, o si sólo me tolera por consideración a Shelley...

“Polidori propuso que organizáramos un concurso: cada uno de nosotros escribiría un cuento macabro. Los tres hombres comenzaron a escribir algo, aunque Shelley tiene poca paciencia para la prosa. Yo no podía empezar. Supongo que era demasiado tímida.

“O quizá demasiado ambiciosa. Escribir horrores triviales, como Polidori, no me seducía. Lo que yo deseaba era una concepción grandiosa, capaz de despertar los misteriosos pavores de la naturaleza del hombre. Toda la vida he sufrido de pesadillas, y pensé; en un principio, recurrir a una de ellos, convencida de que los sueños expresan una verdad interior, y que en la inverosimilitud de los sueños hay una realidad mucho más plausible para nuestro yo profundo que la más prosaica de las vidas diurnas.

“Pero al fin la inspiración vino de una conversación entre los poetas. Estoy segura de que en tu siglo el nombre del doctor Erasmus Darwin es conocido y reverenciado El encanto poético de Zoonomía no dejará de ser apreciado, lo mismo que esas notables meditaciones acerca del origen de las cosas. Shelley ha reconocido siempre la deuda que tiene para con el difunto doctor. Byron y él discutían sobre los experimentos y especulaciones de Darwin acerca del futuro, y sobre la posibilidad relativamente verosímil de resucitar cadáveres por medio de un shock eléctrico, siempre y cuando no se hubiese iniciado aún la descomposición. Byron aventuró la idea de que quizá pudieran aplicarse en forma simultánea unas pequeñas máquinas a los órganos vitales: una máquina para el cerebro, otra para el corazón, una tercera para los riñones, y así sucesivamente. Y Shelley dijo entonces que tal vez se pudiera recurrir a una máquina mayor con varias terminales eléctricas de distintas potencias, de acuerdo con las necesidades de cada órgano. Me retiré a mi habitación mientras ellos desarrollaban estas ideas.”

Mary Shelley dice también:

“Los había escuchado fascinada como aquella vez cuando yo todavía era una niña, y escondida detrás del sofá de mi padre había oído a Samuel Coleridge recitar La balada del Viejo Marinero. ¡Una extraña pesadilla me esperaba esa noche!

“Sabía que la idea de visitar sepulcros y osarios en busca de los secretos de la vida rondaba siempre por la mente de Shelley; pero esas horrendas especulaciones sobre máquinas eran nuevas.”

El ejemplo es evidente. Todo estaba hecho de diverso modo. Todas las ideas ya existían. Existían los fantasmas y los monstruos, las criaturas creadas por la imaginación. La electricidad hizo que lo que aún faltaba. Mary Séller tomó la imaginación y la realidad, mezcló los textos y creó ese ser alegórico que llevará el nombre de Frankenstein. La escritura, hasta ese momento, decaída y sólo apta para aterrorizar a los simples, se elevó a categoría de ciencia y produjo un producto de distinta índole. El monstruo fue la encarnación de todos los fantasmas anteriores, incluido el Golem, y el modelo de todos los seres de materia o cibernéticos que surgirían en la literatura.

En esta significación de la alegoría podríamos incluir El asno de oro, de Apuleyo, del siglo II antes de Jesucristo, cuyo tema ya estaba en Luciano con igual título, a excepción del culto a Isis, que fue precisamente la reelaboración del viejo texto.

Podríamos multiplicar los ejemplos. La importancia radica en que el escritor de nuestro tiempo tiene conciencia de una reestructuración que ostenta como base un texto precedente.

V Novalis

Para terminar esta introducción a los cuentos fantásticos (la ciencia ficción, repito, también incluye lo fantástico) contendría recordar lo que dijo Novalis en sus Fragmentos (1722-1801):



“Si lográramos una Fantástica, como hay una Lógica, se habría descubierto el arte de inventar.”

Creo que, a casi 200 años de esa frase, hemos logrado la creación de una ciencia de lo fantástico. El hombre, hoy, ya es un ser que está inventando ese fin de los tiempos que es imprescindible detener. Y es imprescindible porque el terror de nuestra civilización, casi agotada y enferma, sólo ve el fin del progreso y el de las utopías. Olvida que el hombre es una dimensión dialéctica que siempre renace de sus cenizas. No hay fin sino un recomienzo mas dinámico, donde únicamente perecen las contradicciones, como ya lo había intuido Heráclito hace 2500 años. 

JUAN-JACOBO BAJARLIA
Febrero, 1990.

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