Betina se cubrió con la sábana. La noche centelleaba y las constelaciones emergían del pasado. El sueño aplastaba los párpados, caía sobre las órbitas espaciales. Pero Betina comenzó a moverse hasta ver en el sueño la misma imagen, el mismo rostro que avanzaba lentamente para mirarla desde la ventana.
                Quiso gritar como la noche anterior, y no pudo. Los ojos vacíos contemplaban su desnudez. Betina se levantó. Pretendió encender la luz, y cuando pulsó la llave un rayo fosforescente comunicó su mano con esos ojos del espectro. Aterrorizada, se apartó de la llave y la luz no alcanzó a encenderse. Los ojos del aparecido se apagaron, perdieron el rayo fosforescente y volvieron a quedar vacíos. Después desapareció la imagen.
                Al día siguiente Evgueni encontró a Betina tirada en un ángulo de la habitación. Cuando la quiso cubrir con la sábana, despertó llorando y se abrazó a él.
                –¡Evgueni! ¡No es un sueño! Es el espectro de la noche pasada, y la escena fue la misma. Me miraba como si quisiera devorarme, y cuando yo ponía la mano en la llave de la luz, sus ojos proyectaban dos rayos que se conectaban con mis dedos.
                El páramo se extendía en cruz como una constelación. El viento trituraba las estrellas y arrojaba sus láminas sobre el abismo.
                –No quiero que vuelva.
                –No volverá.
                Pero la imagen regresó. Betina dormía. Los planetas jadeaban barridos por las cosmonaves.
                –No soy un espectro, Betina. Soy la suma de mis signos. Sólo tú, la mujer del páramo, la única viviente, puedes salvarme.
                La imagen atravesó el vidrio de la ventana sin destruirlo. Se acercó al lecho.
                Ella quiso gritar y encender la luz. Pero la imagen estaba rodeada por un halo que brillaba con luz verdosa y contenía los límites de su cuerpo.
                –Tu voz me pertenece y no podrás llamar a tu hermano Evgueni.
                Sentada, cubriéndose los senos, Betina miraba la imagen y sentía el ritmo de la galaxia que se aplastaba sobre sus sienes.
                –No sé quién eres. No sé qué dices.
                –La única mujer del páramo en un planeta destruido.
                –No sé de dónde vienes.
                –Quiero que tú lo decidas.
                –Me dijiste que eras la suma de tus signos.
                –Te explicaré. Este planeta ha sido devorado. Las órbitas espaciales se llenaban de gangrena. Pero un minuto antes el compañero que operaba conmigo colocó mi código genético en una computadora para proyectarme hacia Saturno. Aquí, otra computadora debía reconstruir mi cuerpo. Sin embargo, ya proyectado y a mitad del espacio, la computadora estalló y los signos no se rehicieron totalmente en la computadora de Saturno. Mi compañero murió entre las llamas, y yo quedé aprisionado en el espacio. Ni soy de carne y hueso ni soy un espectro. Sólo la suma de mis signos. Y tú eres la única que puede devolverme el ser.
                Betina tembló. El páramo se llenaba de aullidos, de rayos que se cruzaban y crujían con el choque de partículas infinitesimales.
                –Yo entraré en ti, Betina. Penetraré tu carne para recuperarme.
                La imagen avanzó.
                Ella dio un salto.
                –No te acerques. ¡Eres un espíritu maldito!
                La imagen siguió avanzando.
                –¡La única viviente! Tus signos y los míos me reharán y reharán la humanidad.
                –Eres la destrucción.
                Betina corrió hacia la trampa y se precipitó contra un abismo donde los átomos se fisionaban devorándose a sí mismos.
                El halo que circuía la imagen (la suma de los signos), perdió luminosidad. La voz quedó apagada.
                Las estrellas trituradas transmitieron de galaxia en galaxia los signos de una nube que semejaba la imagen un hombre.



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